Cuando iniciamos este periplo desde el sur del mundo que pensamos en llevarlos con nosotros, compartiendo nuestras experiencias e impresiones de lo que vemos y vivimos. Por fin esto se hace realidad después de ya casi un año de viaje!!! Por aquí podrán encontrar desde nuestras experiencias y miradas, hasta los más variados datos de cómo nos vamos abriendo paso por el mundo “Working Holiday”. Los dejamos invitadísimos a compartir este espacio y viajar con nosotros en este Flor de Viaje transcontinental.

Por ahora desde Norteamérica con amor…

lunes, 25 de mayo de 2015

Nuestra casa en Toronto

Luego de casi tres meses fuera de nuestro terruño y después de unas no tan breves vacaciones andando por México lindo, rompemos el silencio para relatarles algo de nuestras primeras aventuras canadienses. Hemos llegado como un par más de los muchos Working Holiday (WH) que pululan por esta ciudad. Hemos elegido Toronto para empezar, bien instintivamente y sin mucho conocimiento de lo que nos encontraríamos acá. Sólo algunas observaciones previas en grupos virtuales sobre los flujos de chilenos que habían partido últimamente, un par de conversaciones con ex Torontianos WH y mil días de duda bastaron para tomar la decisión definitiva.

Después de la despedida de México y la celebración pre-cumpleañera con los carnales mexicanos, amigos chilenos y hasta suegro incluido, viajamos al fin a Canadá, con el peso del mezcal y la falta de sueño en nuestro cuerpo. Este viajecillo incluyó una apasionante noche de tránsito entre ambos cumpleaños bien dormida en los asientos del Aeropuerto Torontiano (sí, arribamos el mismísimo día que se celebra el nacimiento de mi compañero y un día antes del mío). Nosotros otrora expertos viajeros de nuestros acogedores países latinoamericanos, de esos en los que sobrevives sin una reserva a las dos de la mañana, nos quedamos en ensoñaciones Guanajuatenses y fuimos unos verdaderos idiotas en estas nuevas tierras norteñas. Cargados hasta la tusa con cinco maletotas, sin hostal, sin amigos, pero por suerte con unos larguísimos y cómodos asientos esperando por nosotros. Desde aquí en adelante puro éxito y mejora, sólo tres días de vagabundeo como ekekos sudacas fueron nuestra penitencia para conseguir el lindo hogar que finalmente habitamos. 

Por los amigos de nuestra matriarca ecoaldeana chilensis arribamos exitosamente en una casa maravillosa, súper bien ubicada y bien barata. La dueña de la casa, hija de chilenos exiliados viajaba a Chile el mismo día que llegamos por lo que sólo tuvimos horas para conocerla. Nos dejó su casa y sus roommates: compartimos piso con Orlando, un argentino de casi 60 años, medio artista, medio loco, que gusta a veces de salir vestido a la calle como fémina. Para su performance toma una buena cantidad de horas en el baño, inversión de tiempo que tiene un resultado bien peculiar y mi envidia segura por alguna de sus prendas. Al principio se avergonzaba de que nosotros lo viéramos por lo que no indagamos mucho en las razones performáticas de la transformación. Pero luego de unos días me pidió que le ayudara a subir el cierre de su apretado vestido de cuero negro, lo que me parece un gran paso para nuestra confianza. Orlando vive en Toronto hace muchísimos años, le gusta hablar, tiene buen humor, es un tantito obsesivo y dirige una organización cultural de artistas africanos y latinoamericanos. A las pocas semanas de llegados, nos invitó a ser los cajeros cobra tickets en un festival de música que estaba organizando. Tocó un grupo africano, un cantante brazuka, una chica canadiense buenísima y otra chica bailó en tetas. Nuestro rol ahí era evitar una lucha interracial y conflictos de dinero entre los africanos y latinoamericanos. Según Orlando los africanos eran "medios vivos", pero los africanos no nos dieron bola, no se acercaron a la caja y nosotros sólo miramos a Lucero toda la noche que era quien realmente iba recibiendo al escaso público que llegó al evento. Finalmente nos fuimos a casa felices con nuestro pago y con saber que la guerra intercontinental no se había desatado. Lucero es nuestra segunda roommate, que llegó a casa a suplir la mudanza de la chica rusa que antes ocupaba su lugar. Es una mexicana requetechingonaza, ha vivido en un montón de países, tiene millones de historias (entre documentales, viajes, dibujos y pinturas) y dice que ya hace un rato no le gustan tanto los canadienses.

La casa está sobre una avenida súper-hiper-multicultural, a pasos de barrios coreanos, italianos, portugueses, latinos y chinos, y también de enormes parques que debe ser lo mejor que tiene esta ciudad. También está el metro al frente, lo que es un verdadero lujo asiático, ya que en caso de tormentas de nieve o frío extremo, sólo basta cruzar la calle para entrar al paraíso calefaccionado. Dado que arribamos en septiembre, esto del clima aún se encontraba en una etapa absolutamente mítica en nuestra existencia. Los relatos de los locales nos informaban de fríos terribles, de temperaturas de menos 40 grados, de meses de oscuridad, de autos que chocaban y personas que se caían en la calle. Por el momento, mirábamos con felicidad nuestros patines de cuchillitos esperando a que ese escenario terrible llegara algún día para poder usar todo el arsenal de ropa que habíamos comprado. Mientras tanto, disfrutábamos del sol radiante por encima de nuestras cabezas (una de las curiosidades Torontianas es que esta ciudad tiene 300 días de sol en el año, con frío congelado pero sol, lo que hace que sus habitantes sufran menos depresión que en la vecina, cálida y lluviosa Vancouver). Por último, la casa también está sobre un bar, arriba del más bullicioso y prendido de todo Bloor Street, el cuál mi hombre frecuentó algunas veces para hablar del posible trabajo que ahí le esperaba como cocinero. Sonaba como la mejor idea del mundo, se imaginarán la cantidad de beneficios: cero gasto en transporte, hablar inglés, tomar cerveza, conocer gente, disfrutar y no padecer la música que durante los fines de semana realmente truena, entre otros. Pero finalmente resultaron ser muy pocas horas y el trabajo de obrero sobre techos canadienses comenzaba a ser demasiado lucrativo como para dejarlo. En fin, con el nivel de actividades, de cansancio y con nuestros maravillosos tapones para oídos, terminamos por olvidar que The Piston Bar vivía bajo nuestros sueños.

Como ven, en Canadá la vida ha vuelto a retomar la rutina de sapiens sedentarios: hemos abandonado el nomadismo viajero que acarreábamos desde la desocupación masiva de nuestro departamento en Santiago, nos alimentamos mucho, sano y bien. Ya no nos atacan enfermedades tercermundistas (salmonelosis inicial en México City) ni tampoco padecemos de hedonismos capitalistas. Disfrutamos austeramente de todas las comodidades que este Primer Mundo tan generoso y extraño (para nosotros) nos ha querido regalar. Y como nuestras necesidades son pocas, aquí en nuestro mini hogar sí que “chorrea” la felicidad. Tenemos trabajo y casa en un asombroso tiempo record gracias a los contactos de buenos amigos, a la suerte de principiante y a la tremenda eficiencia de un equipo compuesto por dos virgos enamorados: a sólo tres días de arribar en Canadá ya contábamos a nuestro haber con casa, bicicletas iguales (heredadas de otros dos chilenos WH), teléfonos, números de Seguro Social, cuenta bancaria y los dos únicos ¡Feliz Cumpleaños! que recibimos en este país, justamente venidos de la funcionaria del Social Insurance y del inmigrante asiático que nos dio la cuenta en el banco. Todo, por supuesto, bajo la políticamente correcta actitud norteamericana, con un mesón entremedio, sin abrazos, ni apretón de manos. También tenemos unas hermosas chaquetas y zapatos para el frío, la nieve y el agua, patines para el hielo, un segundo lugar y el favoritismo del público en un concurso de cueca en la Ramada de Don Chicho, una portada en el diario latino junto a Roberto Carlos y una invitación a la Radio Ondas Hispanas para quien escribe.



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